Sabido es que Publio Virgilio Marón, “nacido en la paz de los campos y siempre lleno de admiración por la ciudad reina”(2), fue puente espiritual, catártico y profètico, entre un pasado incipiente y legendario y un futuro culminante y apocalíptico. Sólo así se entiende que, en simbiosis personalísima, pudiera acrisolar la preceptiva ético-estética de sus antecesores griegos y romanos (Platón, Aristóteles, Cicerón, por ejemplo), compartida devotamente con su contemporáneo y mejor amigo (Horacio), e infundirla en posteriores tiempos, pueblos, culturas y hombres privilegiados del Occidente (Quintiliano, San Agustín, Nebrija, Valdés, Du Bellay, Boileau, Mayans y Sisear, Menéndez Pelayo, Albalat, Lapesa Melgar, por ejemplo)