Muchas veces me ha tocado escribir inmediatamente después de que ocurriera alguna tragedia en El Salvador: el asesinato de Rutilio Grande, de Monseñor Romero, de las cuatro religiosas norteamericanas, por citar los casos más impactantes. En todas estas ocasiones se juntaban dolor e indignación. De alguna forma, sin embargo, los sobrevivientes lográbamos transformar relativamente pronto todos esos sentimientos en esperanza y en servicio; en mi caso, escribir y analizar teológicamente los acontecimientos, como suele decirse. Esta vez ha sido distinto. Para escribir se necesita claridad en la cabeza y aliento en el corazón, pero en este caso, durante varios días, la cabeza se me quedó vacía y el corazón, ciertamente, se me quedó helado. Ahora...