Estoy segura de que en la cuna mi primer deseo fue el de pertenecer. Por motivos que ahora no importan, debía de estar siendo que no pertenecía a nada ni a nadie. Nací por nacer. Ya en la cuna sentí esta hambre humana y ha seguido acompañándome toda la vida, como si fuese un destino. Hasta el punto de que mi corazón se contrae de envidia y de deseo cuando veo a una monja: ella pertenece a Dios. Precisamente porque es tan fuerte en mí el hambre de entregarme a algo o a alguien me volví bastante arisca: tengo miedo de revelar cuánto lo necesito y lo pobre que soy. Sí, lo soy, muy pobre. Solo tengo un cuerpo y un alma. Y necesito más que eso. Quién sabe si empecé a escribir tan pronto porque, al escribir, por lo menos me pertenecía ...