"Este país me va a gustar", fueron las palabras que estampé en la primera carta dirigida a mis padres después de pisar tierra colombiana. Había llegado a fines de diciembre de 1943, en vuelo de Panamá a Medellín, y mientras el avión de hélice daba vueltas para aterrizar en el angosto valle de Aburrá sufrí un ataque de mareo que lógicamente me habría inclinado a formarme una opinión menos optimista. Sin embargo, venía con unas expectativas muy positivas, basadas en mis lecturas de estudiante universitario, ya que por aquellos años, a diferencia de tiempos más recientes, gozaba Colombia de una imagen internacional muy de primera... es decir, entre las pocas personas que habían oído hablar del país. Se perfilaba como un oasis de paz y democrac...