La altiplanicie donde se halla situada la sabana de Bogotá, a 2.600 metros sobre el nivel del mar, tiene un cielo despejado que vuelve aún más verde el oscuro marco de sus montañas. Pero al tomar la carretera que lleva a tierra caliente, y pasar por el salto de Tequendama, las curvas del camino producen una sensación ambigua de mareo y asombro. De paulatino despojarse de suéteres y chaquetas e incremento, en la piel, en los ojos, de tibieza y vértigo. Pasamos bajo las gárgolas góticas talladas en milenarias piedras chibchas y nos asomamos, con el corazón en la boca, a los abismos más insondables. Allí abajo, muy abajo, casi invisible, un delgado hilo de plata nos recuerda que las cordilleras más empinadas pueden resultar horadadas por el di...